Las calles de San Telmo se llenaron de sangre y fuego el 5 de julio de 1807. Buenos Aires se defendía con bravura del ataque inglés. Hombres, mujeres y niños. Fusiles, pistolas, espadas, cuchillos, piedras y agua hirviendo. También aceite, pero en menor cantidad. ¿Algo más? Sí, un poco de alcohol, como veremos.
A las 7 de la mañana, una columna que integraba el ala derecha del ejército invasor, al mando del coronel Guard y secundado por el mayor Nichols, se posicionó sobre la actual Humberto I y ocupó Nuestra Señora de Belén es decir, la iglesia de San Telmo más el vecino Hospital de los Betlemitas, conocido como la Residencia. En realidad, lo que más les interesaba de la iglesia eran sus altas torres, ya que les ofrecían una posición estratégica. En cuanto a la Residencia, se acondicionó para recibir a los heridos ingleses.
Al mediodía, una docena de soldados rubios y pelirrojos, bien entonados por alguna bebida espirituosa, pero necesitados de más estímulo alcohólico, golpeó con furia la puerta de la casa que se encontraba frente a la iglesia. Los atendió Martina Céspedes, de 45 años. ¿Era la propietaria? Es probable que sólo alquilara el frente de la casa para establecer un comercio, como era costumbre en esa época. La señora despachaba bebidas y algunas otras cosas desde la ventana que se encontraba junto a la entrada. Dicho en otros términos, manejaba un maxiquiosco de aquel tiempo. Lo hacía junto con sus tres hijas, de las cuales sólo conocemos el nombre de la menor, Josefa.
Con brusquedad, los hombres le ordenaron que les diera algo fuerte para saciar la sed (y la abstinencia). Martina aceptó atenderlos, pero con la condición de que ingresaran a la casa de a uno. Así lo hicieron, permitiendo que ella y sus tres hijas que estaban en superioridad de condiciones porque estaban sobrias los desarmaran y ataran. La prisión fue el sótano de la casa.
El 7 de julio, doña Céspedes se encaminó al fuerte para entrevistarse con el virrey Santiago de Liniers. Le comunicó que atesoraba una docena de prisioneros bien amarrados. Por su acción, el virrey le otorgó a la heroína de San Telmo el cargo de sargento mayor del ejército, con goce de sueldo y uso de uniforme.
Prácticamente nada se sabe de esta mujer durante el período de 1810 a 1824, correspondiente a la Guerra de la Independencia. La tradición sostiene que participó con fervor patriótico en varios desfiles y procesiones con su uniforme reluciente. Su participación más destacada tuvo lugar en la procesión de Corpus Christi de 1825, en la que marchó al lado del general Las Heras.
¿Qué pasó con los prisioneros? Fueron embarcados, junto con el resto de los invasores, y enviados de vuelta a sus casas, bien lejos de aquí. Bueno, no todos. Si damos crédito a la leyenda, la sargento Martina Céspedes (aclaramos que la calle Céspedes del barrio de Belgrano recuerda a un antiguo gobernador) entregó once. El restante lo apartó para casarlo con su hija Josefa. Fue un típico caso de viva la Pepa.
“Martina, la sargento”
DANIEL BALMACEDA
(la nación, 15.04.13)