5.7.07

domingo 05.07.1807 – 7.30 a.m.

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Cadogan se refugia con un grupo de 140 hombres en la casa de la Virreina, en la esquina de Perú y Belgrano. En tanto, Craufurd, desciende por Venezuela hasta Balcarce, sin mayores inconvenientes, detrás de Santo Domingo. Con intención de atacar el Fuerte, había dado órdenes al Regimiento 45, en la Residencia, para que se uniera al ataque. A eso de las 7 y media de la mañana, Guard comandó un grupo, desde la Residencia, dejando a Nichols al mando del puesto. En Venezuela, Guard se encuentra con Craufurd y Pack que insiste con la idea de volver a la Residencia. Craufurd lo envía a Guard a apoyar a Cadogan que resistía en la casa de la Virreina. Pero los Patricios de Viamonte lo detienen en Perú, en dura batalla. Guard no llega a contactar a Cadogan; grupos de soldados dispersos le informan que Cadogan se ha rendido, por lo que vuelve con Craufurd para recibir nuevas órdenes.

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Craufurd vacila. Se ha quedado con la mitad de sus hombres pero todavía le parece demasiado pronto para ignorar las órdenes recibidas. Pack insiste en replegarse a la Residencia y Guard (con su natural arrojo que lo llevaría a la muerte, a la cabeza de la División Ligera, en la península española) en persistir en el ataque. Craufurd observa una torre de una iglesia y le pregunta a Pack si es Santo Domingo. “Sí” responde Pack. “¿Está seguro, coronel?”; “Lo juro bajo mi responsabilidad” afirma Pack. En ese momento, decide tomar la Iglesia de Santo Domingo. Para Pack es la hora de reencontrarse con las enseñas perdidas en la primera invasión.

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la toma de las Catalinas

El regimiento 5 había marchado por mitades, por las calles Tucumán y Viamonte, a las órdenes del teniente coronel Humphrey Davie y del mayor King, llegando al río casi sin oposición. Tomaron varias casas grandes entre las calles 25 de Mayo y San Martín, destacándose la toma del Convento de las Catalinas.

Los ingleses echaron abajo, a hachazos, la puerta del convento, en cuya capilla se encontraban las setenta monjas, aterrorizadas, pensando que habían llegado sus últimos minutos, ante el ataque de un enemigo atroz y sacrílego. Los soldados entraron y encontraron a las monjas reunidas en torno a la madre superiora que sostenía en alto la hostia consagrada. “Los recibimos entonces arrodilladas y en profundo silencio. La Sagrada Comunión nos había preparado para la muerte, que creíamos segura. Los soldados irrumpieron apuntándonos con los rifles y las bayonetas caladas, pero ninguna de nosotras se movió ni rompió el silencio. La muerte era lo que menos temíamos, ya que considerábamos que era voluntad de Dios que hiciéramos ese sacrifico por el triunfo de nuestra causa” comentaría la madre superiora, en carta al arzobispo de Perú.

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“Para nuestra inmensa sorpresa, esa legión de lobos acostumbrados a los hechos de horror accesorios al guerra mostró supremo respeto por nuestra vocación religiosa, y desapareció en el interior del convento sin ofendernos en modo alguno. La lobreguez del día y la tristeza de las circunstancias hicieron aún más intensa la oscuridad de la capilla, a tal punto que no podíamos distinguir si era de día o de noche. Permanecimos en ella hasta las seis de la tarde del día siguiente, en ayuno y sin más sostén para nuestra fortaleza que el recibido el día anterior de la Sagrada Hostia”.