jueves, 09.09.1806 – pueblo en armas
Publicada la orden convocando a los soldados a la Fortaleza “a fin de arreglar los batallones y compañías, nombrando a los comandantes y sus segundos, los capitanes y sus tenientes, a voluntad de los mismos cuerpos”. Estos jefes serían representantes del pueblo, en la posterior revolución de 1810. Ningún hombre, sin justa causa, podía faltar a la convocatoria “so pena de ser tenido por sospechoso y notado de incivismo”.
Se fijó, a las 2 y media de la tarde, la convocatoria de los cuerpos: los catalanes, el miércoles 10 de septiembre; los vizcaínos, el 11; los gallegos y asturianos, el 12; los andaluces, castellanos, “levantiscos” y patricios, el 15. Así fueron elegidos los primeros representantes: Murguiondo, Cerviño, Oyuela, Cástex, Terrada con sus granaderos, Ballester con sus quinteros de los arrabales, Estebe y Llach al frente de los catalanes de “La Unión”, el vizcaíno Gana al frente de los arribeños (porque venían de las provincias de “arriba”), y el asturiano Baudrix, al mando del batallón de pardos y morenos. En los cuerpos criollos, Martín Rodríguez, Pueyrredón, French, Vedia, nombres que se harían famosos en las guerras de la Independencia.
Buenos Aires se transformó en una plaza de armas. Los comercios se abrían después del horario de práctica, de 5 a 8 de la mañana. Liniers fue principal responsable en la organización de esa enorme masa de voluntarias entusiastas, pero con nula experiencia militar. Contó también con la participación de desertores del ejército de Beresford (alemanes, holandeses, irlandeses), de los que se destacó el trompa Frank Smith, que formó en el segundo escuadrón de Húsares de Pueyrredón, quien confundió a las fuerzas de la segunda invasión con sus toques de alto el fuego.
Sólo la tropa de línea recibía sueldo; los voluntarios, excepcionalmente, cuando se acuartelaban o salían de campaña. La excepción fue “La Unión”, costeado por el Cabildo, en base a los Catalanes de Sentenach y Llac. Los uniformes eran costeados por los propios soldados (cuando podían) o donados por oficiales, vecinos ricos o el Cabildo. El escuadrón de Húsares de Pueyrredón se costeó sus uniformes por sí mismos, dado que estaba compuesto de jóvenes de buena posición económica. El de Migueletes, en cambio, debió usar las casacas rojas con vivos amarillos, quitados al Regimiento 71. Como nota anecdótica, en ese cuerpo militó un joven de 14 años, Juan Manuel de Rosas, que adoptaría como divisa el rojo punzó de ese uniforme.
La base de los uniformes era un pantalón blanco y una casaca azul, distinguiéndose por los distintivos o las galeras con penachos de distinto colores. Los Húsares de Pueyrredón llevaban en el ojal una cinta azul y blanca, los colores del escudo de Buenos Aires (el cielo y el Plata), el primer cuerpo en usar esos colores. En la Reconquista, la gente que había juntado Pueyrredón en la campaña bonaerense, llevaban cintas azules y blancas como talismán, que conseguían en el santuario de Luján, las “medidas de la Virgen”, porque estaban cortadas de la misma altura que la virgencita, con los colores azul y blanco del manto de la imagen. Cuando la Nación adoptara, definitivamente, los colores azul y blanco como enseña patria, daría la casualidad que el Director Supremo en ese momento, fuera Juan Martín de Pueyrredón. Martín Rodríguez quedó como líder de los Húsares cuando Pueyrredón fue enviado por el Cabildo a España, en noviembre de 1806. Pueyrredón llegó a Buenos Aires tres días antes de la defensa, para ponerse al frente de la batalla.
En tanto, los Patricios (hijos de la patria) llevaban un escudo de paño grana con la inscripción “Buenos Aires”. Este cuerpo se alojaba en la actual Manzana de las luces, en Perú y Alsina, al fondo de San Ignacio. Belgrano fue elegido mayor de los Patricios y Saavedra fue nombrado jefe en septiembre de 1806. Cansado de las rencillas y la indisciplina del cuerpo, Belgrano dejó su lugar a Viamonte, actuando en la Defensa como edecán de Balbiani.
La relación con los oficiales de línea españoles era tensa, porque solían burlarse de los nuevos reclutas, mientras que ellos mismos no podían ser utilizados porque habían empeñado su palabra con Beresford, de no combatir contra las ingleses, y la capitulación todavía no estaba resuelta. Aún mayor era la impopularidad con los oficiales de marina, redoblado por provenir de Montevideo, compartiendo el espíritu de rivalidad con Buenos Aires.
Liniers contó con la ayuda de dos oficiales de experiencia, César Balbiani (quién redactó un manual de instrucción militar), de paso para el Perú, encargado de la instrucción y del coronel Bernardo Velazco, gobernador del Paraguay, llamado en marzo de 1807.
Una importante trabajo logístico tuvo que hacer Liniers, secundado por Martín de Álzaga, para armar a sus tropas (a los 2 mil fusiles de la Armería, se sumaron los 1600 quitados a los ingleses). Hubo suscripciones públicas en todo el virreinato, para proveer los fondos a las milicias porteñas. El virrey Abascal del Perú envió municiones y el pueblo peruano juntó un millón de pesos en una colecta. Providencialmente, Liniers pudo capturar dos barcos mercantes ingleses que entraron a puerto creyéndolo todavía en poder de los ingleses. Ellos proporcionaron pólvora, municiones y los paños con los que Liniers confeccionó los trajes. Cuando no se podían por derecha, se recurría al contrabando, con los mismos barcos ingleses apañados por la escuadra de Popham.
En su comunicación a Napoleón Bonaparte, Liniers resumió su actuación en la formación de las tropas: “Puede considerarse qué no trabajaría yo en los once meses después de echar a los ingleses de Buenos Aires, para hacer guerrero a un pueblo de negociantes, labradores y ricos propietarios: en un país donde la suavidad del clima, la abundancia y la riqueza debilitan el alma y le quitan la energía que tiene donde el hombre tiene necesidad de ejercitar sus facultades para asegurar su subsistencia. Además de esto, la subordinación, tan necesaria para hacer obrar los ejércitos con utilidad ¿cómo podía establecerse entre gentes que se creen todos iguales? Muchas veces el dependiente de un negociante rico era más apto para el mando que su patrón, acostumbrado a mandarlo con despotismo, y que venía a ser su subalterno; me fue preciso vencer todos esos obstáculos y una infinidad de otros. Los primeros servicios que había hecho a esta ciudad me adquirieron la confianza de sus habitantes, de lo que me aproveché para hacerlos capaces de defenderse contra todos los esfuerzos que la Gran Bretaña hacía para vencerlos, sosteniendo sin cesar su entusiasmo con proclamas; exageraba sus esfuerzos, les inspiraba desprecio contra los del enemigos, que representaba siempre infinitamente menores que los que yo me creía y sabía positivamente eran”.
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